martes, octubre 23, 2012

EL LLANTO



Me gusta llorar en soledad, porque si alguien mira, el segundo previo a que se derrame la lágrima se tiñe de ridículo. Se convierte en un espectáculo macabro donde los demás imaginan mil cosas que causaron el exabrupto.

El llorar es un acto íntimo, donde se libera el dolor añejo, las palabras falsas, los castillos de polvo. Las lágrimas son productos tóxicos donde se desechan los conceptos como amor, dios, camaradería y resurrección. Esas gotas cristalinas son detritus del alma que conmueven de una manera grotesca a los que observan con morbo y se alimentan de las frustraciones ajenas.

Nadie debería jamás beber las lágrimas de otro ser, es una práctica poco higiénica. Tanto se habla de lo correcto que es asistir a los velorios, a acompañar a los dolientes, sin embargo, llegan ahí muchas veces sin conocer al difunto. Afinan sus instrumentos para medir el nivel de dolor real que sienten los que tuvieron la pérdida, califican el momento dependiendo de los alaridos, de los sollozos, del enrojecimiento de los ojos.

Por eso, me gusta disfrutar del llanto en mi habitación, ese templo sagrado donde puedo desnudarme de las caretas que uso en la sociedad. Lleno mi mente de imágenes en orden creciente de nostalgia, para hacer una sinfonía de lágrimas que viscosamente resbalan por mi rostro. Exprimo hasta la última gota, porque también de esto se trata la vida. De morir por los ojos y desgarrarse el alma, para reconstruir después los recuerdos con una visión más clara, lavada con sal y sangre en el amanecer de otra noche sin ti.

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